La
carta del Capitán Wentworth, de la novela Persuasión, es muy famosa
entre las seguidoras de Jane Austen, y en su momento será publicada en
este blog también, pero, a mi parecer, la escrita por Darcy a Lizzy es
igualmente un encanto, y como soporte para nuestro sumario sobre Orgullo
y Prejuicio acá la cito:
«No
se alarme, señorita, al recibir esta carta, ni crea que voy a repetir
en ella mis sentimientos o a renovar las proposiciones que tanto le
molestaron anoche. Escribo sin ninguna intención de afligirla ni de
humillarme yo insistiendo en unos deseos que, para la felicidad de
ambos, no pueden olvidarse tan fácilmente; el esfuerzo de redactar y de
leer esta carta podía haber sido evitado si mi modo de ser no me
obligase a escribirla y a que usted la lea. Por lo tanto, perdóneme que
tome la libertad de solicitar su atención; aunque ya sé que habrá de
concedérmela de mala gana, se lo pido en justicia.
»Ayer
me acusó usted de dos ofensas de naturaleza muy diversa y de muy
distinta magnitud. La primera fue el haber separado al señor Bingley de
su hermana, sin consideración a los sentimientos de ambos; y el otro
que, a pesar de determinados derechos y haciendo caso omiso del honor y
de la humanidad, arruiné la prosperidad inmediata y destruí el futuro
del señor Wickham. Haber abandonado despiadada e intencionadamente al
compañero de mi juventud y al favorito de mi padre, a un joven que casi
no tenía más porvenir que el de nuestra rectoría y que había sido
educado para su ejercicio, sería una depravación que no podría
compararse con la separación de dos jóvenes cuyo afecto había sido fruto
de tan sólo unas pocas semanas. Pero espero que retire usted la severa
censura que tan abiertamente me dirigió anoche, cuando haya leído la
siguiente relación de mis actos con respecto a estas dos circunstancias y
sus motivos. Si en la explicación que no puedo menos que dar, me veo
obligado a expresar sentimientos que la ofendan, sólo puedo decir que lo
lamento. Hay que someterse a la necesidad y cualquier disculpa sería
absurda.
»No hacía mucho que estaba en Hertfordshire cuando
observé, como todo el mundo, que el señor Bingley distinguía a su
hermana mayor mucho más que a ninguna de las demás muchachas de la
localidad; pero hasta la noche del baile de Netherfield no vi que su
cariño fuese formal. Varias veces le había visto antes enamorado. En
aquel baile, mientras tenía el honor de estar bailando con usted, supe
por primera vez, por una casual información de sir William
Lucas, que las atenciones de Bingley para con su hermana habían hecho
concebir esperanzas de matrimonio; me habló de ello como de una cosa
resuelta de la que sólo había que fijar la fecha. Desde aquel momento
observé cuidadosamente la conducta de mi amigo y pude notar que su
inclinación hacia la señorita Bennet era mayor que todas las que había
sentido antes. También estudié a su hermana.
Su aspecto y sus maneras eran francas, alegres y atractivas como
siempre, pero no revelaban ninguna estimación particular. Mis
observaciones durante
aquella velada me dejaron convencido de que, a pesar del placer con que
recibía las atenciones de mi amigo, no le correspondía con los mismos
sentimientos. Si usted no se ha equivocado con respecto a esto, será que
yo estaba en un error. Como sea que usted conoce mejor a su hermana,
debe ser más probable lo último; y si es así, si movido por aquel error
la he hecho sufrir, su resentimiento no es inmotivado. Pero no vacilo en
afirmar que el aspecto y el aire de su hermana podían haber dado al más
sutil observador la seguridad de que, a pesar de su carácter afectuoso,
su corazón no parecía haber sido afectado. Es cierto que yo deseaba
creer en su indiferencia, pero le advierto que normalmente mis estudios y
mis conclusiones no se dejan influir por mis esperanzas o temores. No
la creía indiferente porque me convenía creerlo, lo creía con absoluta
imparcialidad. Mis objeciones a esa boda no eran exactamente las que
anoche reconocí que sólo podían ser superadas por la fuerza de la
pasión, como en mi propio caso; la desproporción de categoría no sería
tan grave en lo que atañe a mi amigo como en lo que a mí se refiere;
pero había otros obstáculos que, a pesar de existir tanto en el caso de
mi amigo como en el mío, habría tratado de olvidar puesto que no me
afectaban directamente. Debo decir cuáles eran, aunque lo haré
brevemente. La posición de la familia de su madre, aunque cuestionable,
no era nada comparado con la absoluta inconveniencia mostrada tan a
menudo, casi constantemente, por dicha señora, por sus tres hermanas
menores y, en ocasiones, incluso por su padre. Perdóneme, me duele
ofenderla; pero en medio de lo que le conciernen los defectos de sus
familiares más próximos y de su disgusto por la mención que hago de los
mismos, consuélese pensando que el hecho de que tanto usted como su
hermana se comporten de tal manera que no se les pueda hacer de ningún
modo los mismos reproches, las eleva aún más en la estimación que
merecen. Sólo diré que con lo que pasó aquella noche se confirmaron
todas mis sospechas y aumentaron los motivos que ya antes hubieran
podido impulsarme a preservar a mi amigo de lo que consideraba como una
unión desafortunada. Bingley se marchó a Londres al día siguiente, como
usted recordará, con el propósito de regresar muy pronto.
»Falta
ahora explicar mi intervención en el asunto. El disgusto de sus
hermanas se había exasperado también y pronto descubrimos que
coincidíamos en nuestras apreciaciones. Vimos que no había tiempo que
perder si queríamos separar a Bingley de su hermana, y decidimos irnos
con él a Londres. Nos trasladamos allí y al punto me dediqué a hacerle
comprender a mi amigo los peligros de su elección. Se los enumeré y se
los describí con empeño. Pero, aunque ello podía haber conseguido que su
determinación vacilase o se aplazara, no creo que hubiese impedido al
fin y al cabo la boda, a no ser por el convencimiento que logré
inculcarle de la indiferencia de su hermana. Hasta entonces Bingley
había creído que ella correspondía a su afecto con sincero aunque no
igual interés. Pero Bingley posee una gran modestia natural y, además,
cree de buena fe que mi sagacidad es mayor que la suya. Con todo, no fue
fácil convencerle de que se había engañado. Una vez convencido, el
hacerle tomar la decisión de no volver a Hertfordshire fue cuestión de un instante. No veo en todo esto nada vituperable contra mí.
Una sola cosa en todo lo que hice me parece reprochable: el haber
accedido a tomar las medidas procedentes para que Bingley ignorase la
presencia de su hermana en la ciudad. Yo sabía que estaba en Londres y
la señorita Bingley lo sabía también; pero mi amigo no se ha enterado
todavía. Tal vez si se hubiesen encontrado, no habría pasado nada; pero
no me parecía que su afecto se hubiese extinguido lo suficiente para que
pudiese volver a verla sin ningún peligro. Puede que esta ocultación
sea indigna de mí, pero creí mi deber hacerlo. Sobre este asunto no
tengo más que decir ni más disculpa que ofrecer. Si he herido los
sentimientos de su hermana, ha sido involuntariamente, y aunque mis
móviles puedan parecerle insuficientes, yo no los encuentro tan
condenables.
»Con
respecto a la otra acusación más importante de haber perjudicado al
señor Wickham, sólo la puedo combatir explicándole detalladamente la
relación de ese señor con mi familia. Ignoro de qué me habrá acusado en
concreto, pero hay más de un testigo fidedigno que pueda corroborarle a
usted la veracidad de cuanto voy a contarle.
»El
señor Wickham es hijo de un hombre respetabilísimo que tuvo a su cargo
durante muchos años la administración de todos los dominios de
Pemberley, y cuya excelente conducta inclinó a mi padre a favorecerle,
como era natural; el cariño de mi progenitor se manifestó, por lo tanto,
generosamente en George Wickham, que era su ahijado. Costeó su educación en un colegio y luego en Cambridge, pues
su padre, constantemente empobrecido por las extravagancias de su
mujer, no habría podido darle la educación de un caballero. Mi padre no
sólo gustaba de la compañía del muchacho, que era siempre muy zalamero,
sino que formó de él el más alto juicio y creyó que la Iglesia podría
ser su profesión, por lo que procuró proporcionarle los medios para
ello. Yo, en cambio, hace muchos años que empecé a tener de Wickham una
idea muy diferente. La propensión a vicios y la falta de principios que
cuidaba de ocultar a su mejor amigo, no pudieron escapar a la
observación de un muchacho casi de su misma edad que tenía ocasión de
sorprenderle en momentos de descuido que el señor Darcy no veía. Ahora
tendré que apenarla de nuevo hasta un grado que sólo usted puede
calcular, pero cualesquiera que sean los sentimientos que el señor
Wickham haya despertado en usted, esta sospecha no me impedirá
desenmascararle, sino, al contrario, será para mí un aliciente más.
»Mi
excelente padre murió hace cinco años, y su afecto por el señor Wickham
siguió tan constante hasta el fin, que en su testamento me recomendó
que le apoyase del mejor modo que su profesión lo consintiera; si se
ordenaba sacerdote, mi padre deseaba que se le otorgase un beneficio
capaz de sustentar a una familia, a la primera vacante. También le
legaba mil libras. El padre de Wickham no sobrevivió mucho al mío. Y
medio año después de su muerte, el joven Wickham me escribió
informándome que por fin había resuelto no ordenarse, y que, a cambio
del beneficio que no había de disfrutar, esperaba que yo le diese alguna
ventaja pecuniaria más inmediata. Añadía que pensaba seguir la carrera
de Derecho, y que debía hacerme cargo de que los intereses de mil libras
no podían bastarle para ello. Más que creerle sincero, yo deseaba que
lo fuese; pero de todos modos accedí a su proposición. Sabía que el
señor Wickham no estaba capacitado para ser clérigo; así que arreglé el
asunto. Él renunció a toda pretensión de ayuda en lo referente a la
profesión sacerdotal, aunque pudiese verse en el caso de tener que
adoptarla, y aceptó tres mil libras. Todo parecía zanjado entre
nosotros. Yo tenía muy mal concepto de él para invitarle a Pemberley o
admitir su compañía en la capital. Creo que vivió casi siempre en
Londres, pero sus estudios de Derecho no fueron más que un pretexto y
como no había nada que le sujetase, se entregó libremente al ocio y a la
disipación. Estuve tres años sin saber casi nada de él, pero a la
muerte del poseedor de la rectoría que se le había destinado, me mandó
una carta pidiéndome que se la otorgara. Me decía, y no me era difícil
creerlo, que se hallaba en muy mala situación, opinaba que la carrera de
derecho no era rentable, y que estaba completamente decidido a
ordenarse si yo le concedía la rectoría en cuestión, cosa que no dudaba
que haría, pues sabía que no disponía de nadie más para ocuparla y por
otra parte no podría olvidar los deseos de mi venerable padre. Creo que
no podrá usted censurarme por haberme negado a complacer esta demanda e
impedir que se repitiese. El resentimiento de Wickham fue proporcional a
lo calamitoso de sus circunstancias, y sin duda habló de mí ante la
gente con la misma violencia con que me injurió directamente. Después de
esto, se rompió todo tipo de relación entre él y yo. Ignoro cómo vivió.
Pero el último verano tuve de él noticias muy desagradables.
»Tengo
que referirle a usted algo, ahora, que yo mismo querría olvidar y que
ninguna otra circunstancia que la presente podría inducirme a desvelar a
ningún ser humano. No dudo que me guardará usted el secreto. Mi
hermana, que tiene diez años menos que yo, quedó bajo la custodia del
sobrino de mi madre, el coronel Fitzwilliam y la mía. Hace
aproximadamente un año salió del colegio y se instaló en Londres. El
verano pasado fue con su institutriz a Ramsgate, adonde
fue también el señor Wickham expresamente, con toda seguridad, pues
luego supimos que la señora Younge y él habían estado en contacto. Nos
habíamos engañado, por desgracia, sobre el modo de ser de la
institutriz. Con la complicidad y ayuda de ésta, Wickham se dedicó a
seducir a Georgiana, cuyo afectuoso corazón se impresionó fuertemente
con sus atenciones; era sólo una niña y creyendo estar enamorada
consintió en fugarse. No tenía entonces más que quince años, lo cual le
sirve de excusa. Después de haber confesado su imprudencia, tengo la
satisfacción de añadir que supe aquel proyecto por ella misma. Fui a Ramsgate y
les sorprendí un día o dos antes de la planeada fuga, y entonces
Georgiana, incapaz de afligir y de ofender a su hermano a quien casi
quería como a un padre, me lo contó todo. Puede usted imaginar cómo me
sentí y cómo actué. Por consideración al honor y a los sentimientos de
mi hermana, no di un escándalo público, pero escribí al señor Wickham,
quien se marchó inmediatamente. La señora Younge, como es natural, fue
despedida en el acto. El principal objetivo del señor Wickham era,
indudablemente, la fortuna de mi hermana, que asciende a treinta mil
libras, pero no puedo dejar de sospechar que su deseo de vengarse de mí
entraba también en su propósito. Realmente habría sido una venganza
completa.
ȃsta
es, señorita, la fiel narración de lo ocurrido entre él y yo; y si no
la rechaza usted como absolutamente falsa, espero que en adelante me
retire la acusación de haberme portado cruelmente con el señor Wickham.
No sé de qué modo ni con qué falsedad la habrá embaucado; pero no hay
que extrañarse de que lo haya conseguido, pues ignoraba usted todas
estas cuestiones. Le era imposible averiguarlas y no se sentía inclinada
a sospecharlas.
»Puede
que se pregunte por qué no se lo conté todo anoche, pero entonces no
era dueño de mí mismo y no sabía qué podía o debía revelarle. Sobre la
verdad de todo lo que le he narrado, puedo apelar al testimonio del
coronel Fitzwilliam, quien, por nuestro estrecho parentesco y constante
trato, y aún más por ser uno de los albaceas del testamento de mi padre,
ha tenido que enterarse forzosamente de todo lo sucedido. Si el odio
que le inspiro invalidase mis aseveraciones, puede usted consultar con
mi primo, contra quien no tendrá usted ningún motivo de desconfianza; y
para que ello sea posible, intentaré encontrar la oportunidad de hacer
llegar a sus manos esta carta, en la misma mañana de hoy. Sólo me queda
añadir: Que Dios la bendiga.
Fitzwilliam Darcy.»
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