Sexy señor Darcy
El capítulo XI es importantísimo para el lector de Orgullo y Prejuicio porque se empieza a percibir una atracción más fuerte del señor Darcy por Elizabeth. No me habría gustado, por nada del mundo, ser Caroline Bingley en esta historia, quien en su desesperación por atraer el interés de Darcy hacia sí debe valerse de la señorita Elizabeth Bennet para que éste pueda brindarle siquiera algo de atención.
Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar tanto tiempo sentada en la misma postura.
Darcy empieza a reparar en Elizabeth de la manera más dulce e involuntaria e incluso les lanza al par andante un piropo que para la época debió haber sido escandaloso, a pesar de que hubiera sido pronunciado de manera elegante por un hombre circunspecto. La señorita Bingley, anhelante de su compañía, le invita para que camine con ellas, pero éste le responde:
Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo o porque tienen que hacerse alguna confidencia o para hablar de sus asuntos secretos, o porque saben que paseando lucen mejor su figura; si es por lo primero, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es por lo segundo, las puedo admirar mucho mejor sentado junto al fuego
Sexy Mr Darcy al decir eso, Elizabeth tiene la propiedad de pensar rápido y replicar, especialmente a Darcy, así que, tal vez sin proponérselo, porque Elizabeth le tiene una profesada antipatía a Darcy, la velada transcurre en un coqueto contrapunteo entre estos dos, la mayoría de las veces, ella trata de ridiculizar la superioridad del respetable señor. Caroline se ve desplazada de toda la conversación entre Elizabeth y Darcy e interrumpe la animosa disputa que estos tenían sobre la vanidad y el orgullo con un poco de música, “a Darcy, después de unos momentos de recogimiento, no le pesó. Empezaba a sentir el peligro de prestarle demasiada atención a Elizabeth”.
Collins, un pintoresco personaje.
Las hermanas Bennet regresan a Longbourn, luego de esto sucede uno de los giros más graciosos, como su personaje, creados en la literatura, se anuncia la llegada del señor Collins.
En la Inglaterra del tiempo de Jane Austen, las propiedades de las familias se heredaban por la línea masculina, un tema siempre a discusión en las novelas de la autora, con algunos de sus personajes a favor como otros en contra, Orgullo y Prejuicio es una de las novelas en que esta situación es más palpable pues los Bennet, al tener cinco hijas mujeres, se ven privados de continuar el legado de sus propiedades, asunto que siempre agobia a la señora Bennet y que le es difícil interpretar, por qué sus hijas no podían pasar a tomar posesión de Longbourn cuando su marido falleciera. Otro punto importante, en la mayor parte de la novela, la señora Bennet está preocupada por su supervivencia, en caso de que ella sobreviviera a su consorte, junto con cinco hijas, todas casaderas pero todas sin marido.
Mr Collins era un clérigo que había sido beneficiado por la importante Lady Catherine de Borough con una parroquia en Rosings, y el pariente, por la línea masculina, más cercano para pasar a poseer Longbourn una vez que el señor Bennet pasara a mejor vida, éste, motivado por los comentarios sobre la belleza de sus primas, había escrito a Mr Bennet anunciando su visita, y con toda la pompa necesaria había que recibirlo.
Era un hombre de veinticinco años de edad, alto, de mirada profunda, con un aire grave y estático y modales ceremoniosos. A poco de haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener unas hijas tan hermosas; dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero que la fama se había quedado corta en comparación con la realidad; y añadió que no dudaba que a todas las vería casadas a su debido tiempo.
Rápidamente se relacionó con la señora Bennet nada más que empleando estas palabras: “Lo que sí puedo asegurar a estas jóvenes, es que he venido dispuesto a admirarlas”, y en seguida escogió la que más le agradaba, Jane Bennet.
Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que hacer una alteración; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, naturalmente, a confesar sus esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre complacientes sonrisas y generales estímulos, la señora Bennet le hizo una advertencia sobre Jane: «En cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía argumentarlo; no podía contestar positivamente, aunque no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía prevenirle, aunque, al fin y al cabo, era cosa que sólo a ella le incumbía, de que posiblemente no tardaría en comprometerse.»
Así que el pintoresco Collins cambió a Jane por Elizabeth. Cualquiera de sus hijas que tomara Collins por esposa convenía a la señora Bennet pues de este modo Longbourn continuaría en la familia y ni ella ni sus hijas se verían obligadas a marcharse cuando el señor Bennet falleciera y el heredero tomara posesión de la propiedad.
Discordia.
Las muchachas, ahora acompañadas de su primo, pasean por Meryton, el poblado circunvecino a Longbourn, en donde se había instalado un regimiento militar, por el que Lydia y Kitty deliraban, a través del oficial Denny conocen a Wickham, un apuesto y encantador caballero del regimiento que hace objeto de sus predilecciones a Lizzy.
Aún estaban todos allí de pie charlando agradablemente, cuando un ruido de caballos atrajo su atención y vieron a Darcy y a Bingley que, en sus cabalgaduras, venían calle abajo. Al distinguir a las jóvenes en el grupo, los dos caballeros fueron hacia ellas y empezaron los saludos de rigor. Bingley habló más que nadie y Jane era el objeto principal de su conversación. En ese momento, dijo, iban de camino a Longbourn para saber cómo se encontraba; Darcy lo corroboró con una inclinación; y estaba procurando no fijar su mirada en Elizabeth, cuando, de repente, se quedaron paralizados al ver al forastero. A Elizabeth, que vio el semblante de ambos al mirarse, le sorprendió mucho el efecto que les había causado el encuentro. Los dos cambiaron de calor, uno se puso pálido y el otro colorado. Después de una pequeña vacilación, Wickham se llevó la mano al sombrero, a cuyo saludo se dignó corresponder Darcy.
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